El chico de la 315 no era un chico más. Yo realmente hubiera querido que fuese así. Uno más. Me dije muchas veces que no estaba hecha para él. Cuando en realidad, él no estaba hecho para mi. Era el hijo que toda madre quisiera tener y el novio que toda madre quisiera para su hija. Era bueno, amable, bondadoso, cortés, educado, inteligente y nada hipocrita. Estaba forjado a fuego con una pasión desbordante que muchas mujeres querrían para ellas. Su cuerpo era esbelto, sano, vigoroso, atlético, con unos ojos bonitos y puros, y su pelo el más brillante y sano en comparación a los de toda una ciudad.
No había fisuras. Ni caras tristes, ni palabras malsonantes. Nada. Era como un robot bien programado. Pero en el mundo real hasta los robots tienen fallos en el sistema. Era excesivo, de verdad.
Cuando tenías que describirlo era mejor decir que era perfecto a mencionar todos aquellos adjetivos que podían destruir hasta la mejor de las autoestimas.
Era demasiado. Demasiado perfecto. Tan perfecto que su perfección se volvió un enorme defecto. Tenerlo a mi lado era como cargar con una enorme piedra pesada cuesta arriba. Junto a él me veía tan pequeña que no tardé en desaparecer a su lado. Consiguió que lo odiase.
Sí, lo odié muchisimo. No creía posible que hubiese una persona tan increiblemente perfecta sobre la faz de la tierra. Y resultó desquiciante hasta el punto de querer destruir aquella perfección.
Creí que su perfección enturbiaría aquella felicidad que poco a poco iba planeando, pero fue relativamente fácil acabar con la luz que desprendía y la vida que rebosaba.
Increiblemente fácil...
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