La joven sensatez vestida de negro miedo espera en casa la llegada del joven optimista. No es tarde ni tampoco temprano. Sólo es justo el momento. Quizá por eso lo espera con el alma en vilo. Aún así no hace mucho que hablaron. No hace mucho que se vieron. No hace mucho de nada. Sólo hace mucho que lo espera.
El reloj marca las diez. Es tarde, aunque no tanto como para que el cielo nocturno comience a enrojecer. Entonces suena el timbre y también la alarma en su interior. Se extienden los nervios y el temor. Se mira en el espejo por última vez, probablemente en un gesto de inseguridad. Su vestido brilla más que nunca. A lo mejor no se da cuenta pero en esos momento lo luce muy bien.
Abre la puerta y aparece el joven optimista con su traje de valiente y los ojos soñadores. No duda. Avanza. Le dedica una sonrisa y le regala un beso. En otros labios nace una sonrisa que él siempre adoró y sus ojos de niña inocente prenden hasta formar pequeñas llamas.
Y casi sin querer, sin buscarlo, sin hacerse la pregunta, están unidos. Como un boli que necesita tinta para escribir un historia, como dos imanes que se atraen, como ellos y sus bocas llenas de historias que contarse.
Y entonces, la locura se vuelve beso y el miedo se estampa con rapidez y suavidad contra el suelo. Olvida toda su cordura y descubre la debilidad de él que se hallaba escondida tras aquella valentía que a menudo proclama a su oído. Y se abren por momentos, se dejan dominar por la lujuria con besos locos, caricias que abrasan y suspiros cortantes. Pierden todo hasta el punto de que ya no importe nada. Se dejan ir...
Juntos...
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