jueves, 15 de abril de 2010

CAPITULO 1


Me sitúe frente aquella verja de hierro. Era grande y demostraba ser muy anticuada y elegante. Todo lo que yo no era por supuesto. La academia se alzaba imponente detrás de la verja, podía decirse que intimidaba con aquella fachada de otro siglo, al menos los jardines verdes le aportaban algo de vida.
No sentía verdadero placer por estar justamente ahí. Para empezar, el hecho de estar en medio de un camino de piedras y arenilla me hacía recrear como un coche de caballos del siglo del quien sabe cuando, se acercaba con tal rapidez que terminaba por arrollarme. Y segundo, no me gustaba tener que estar ahí, justo ahí, sabía que era justo el último lugar en el que deseaba estar. También sabía que aunque estuviera bien solo podría tolerar mi antigua escuela, aunque fuera simplona. Pero ¿que iba a hacer si mi “tutora” me obligaba? Simplemente nada. Nada bastaba, y todavía no tenía el don de convencer.
Comencé a caminar hacia los patios dirigiéndome a la puerta tres veces más alta que yo. Llamé. Unos minutos después esta se abrió y por la pequeña abertura, la señora “Rotenmeller” se asomó. Luego apresuradamente abrió la puerta y me saludó cordialmente.

—Bienvenida a la academia.
—Gracias.
—Usted debe ser la señorita Tillford.
—Sí.
—Encantada de conocerla. Nos encanta que este aquí, ya lo sabe. Sus padres han hecho una gran elección al traerla a nuestra escuela.

Mis padres. Una elección maravillosa. Buag. Este sitio era horrendo y encima Rotenmeller era una pelota. ¿Podría soportar este infierno?

—La presentación será a las doce en la sala de conferencias. En la secretaria le entregaran las llaves de su dormitorio.
—Gracias—Repetí y me fui alejando de la mujer de moño apretado y gesto fruncido.

Una vez me entregaron las llaves, subí las escaleras cargada de maletas, pero un poco más satisfecha por el hecho de tener una habitación entera para mí. Al menos podría estar sola. Sola, sola, sola, ¿es que había algo mejor?
Seguramente no. Algo que no me consolaba demasiado, la verdad.
Cuando llegué metí la llave en la cerradura y la gire. Abrí la puerta y entré en el interior de la estancia. Acogedora, simple y con dos camas más. No podía creerlo, mi confianza y satisfacción se desvaneció por arte de magia. ¡Dos compañeras! No era, por supuesto, lo que me esperaba. Solté las maletas encima de la cama marrón oscuro. Me acerqué al gran ventanal y pude apreciar qué se habían encargado de darme unas buenas vistas. Al menos para ellos eran buenas vistas. Estaba anocheciendo y el bosque, compuesto por unos árboles altos y frondosos, incitaba a temerlo y a la vez a querer explorarlo. Las hojas de los árboles se mecían suavemente con el viento otoñal y otras se esparcían por el suelo formando un manto de colores marrones y naranjas muy variados. Entonces la puerta se abrió de golpe y allí, en el umbral de la puerta aparecieron dos chicas. Eran guapísimas. No quería ni siquiera pensar lo que parecería al lado de ellas. Una piltrafilla de pelo castaño cobrizo y más blanca que la cal. Perfecto, además de tener que aguantar a dos pijas tendría que sentirme inferior. Estupendo. Si antes era malo ahora todo era mucho peor.

— ¡Hola!— saludó la chica rubia— Tú debes de ser la nueva.

La nueva. Bien. Ya tenía apodo. Se lo iban a pasar bien.

—Sí.
—Bien. Soy Elizabeth y ella es Silvie. Somos tus compañeras.
—Que bien—susurré mientras cogía las maletas.
— ¿Te gusta la escuela?—preguntó Elizabeth.
—Ehh…Sí, muy…romántica.

Silvie me dedicó una mirada de esas que te hacen sentirte estúpida, y la verdad es que no se quedaba muy lejos. Comencé a desempaquetar todas mis cosas. Silvie y Elizabeth se sentaron sobre sus camas y comenzaron a cotillear sobre chicos guapos y chicas raras. Supongo que por respecto no me mencionaron aunque seguramente desarrollasen algún don con el que pudieran ponerme verde sin que me enterara. Desde luego a Silvie no parecía caerle demasiado bien. Yo sabía que aquello debía ocurrir, lo sabía desde hace mucho, mucho antes de entrar en este lugar. Yo no encajaba. Nunca lo haría en un lugar como este. Bueno al menos no encajaría de momento con esas dos chismosas.

— ¿Vendrás?
— ¿Eh?—dije saliendo de mi burbuja.
— ¿Vendrás a la fiesta?
—No, no creo—dije doblando una camisa.
— ¿Vas a jugar al solitario?—dijo Silvie con malas intenciones.
— ¡Silvie!—exclamó Elizabeth.

Sonreí para mi misma. Recreando una de esas sonrisas que se reproducen hacia dentro para quedar bien con uno mismo. Ridículo pero efectivo si lo que intentas es sentirte un poco mejor y a veces algo imbécil.

Cuando terminé salí del cuarto, era tarde y cada vez estaba más oscuro. Sentí el estúpido impulso de salir corriendo pero no supe hacia donde. Salí al patio donde se podía disfrutar de aire fresco y de algunos bichitos que se estampaban contra tu cara. Vi el árbol alto y frondoso que se alzaba impetuoso sobre unos pocos del jardín. Otro impulso estúpido. Quise trepar hasta lo alto del mismo, pero sabía que no debía hacerlo aunque más que una tentación fuese una fuerte necesidad de no tener los pies en suelo. Me acerqué a él y acaricié lentamente la corteza admirada por su apariencia fuerte. Alcé la vista y me dije que tampoco sería tan difícil trepar y que no pasaría nada si lo hacía, tan solo serían unas ramitas y además era inútil dejar pasar más tiempo, pues sabía que tarde o temprano volvería para hacerlo. Miré a mí alrededor y tras comprobar que nadie se encontraba por los alrededores comencé a trepar. A pesar de ser la más torpe también podía llegar a ser la más terca, y aún a sabiendas que era muy propio de mí que cayese y me rompiera la cabeza, seguí con mi propósito. Puse un pie en el sitio más adecuado y poco a poco fui trepando hasta llegar a la rama más cercana y aparentemente resistente. Apoyé la espalda en el tronco y permanecí allí sentada durante unas horas. Las suficientes para darme cuenta de que ya estaba algo cansada de estar desafiando la gravedad y de que me dolía bastante el trasero. Traté de bajar con el máximo cuidado posible. Si antes de subir hubiese meditado con lentitud como sería la bajada estaba casi segura de que no habría subido. Bueno o tal vez aún así lo hubiera hecho. El meterme en esta clase de líos ya forma parte de mí día a día. Niña torpe e imprudente, me hubiese llamado mi madre con cariño si estuviese presente. Era muy propio de mí hacerlo todo con una facilidad sorprendente y luego, por último, fastidiarla de la manera más estúpida posible. El pie se deslizó velozmente del árbol, como si tuviese la suela del zapato llena de aceite o mantequilla, que al fin y al cabo venía a ser lo mismo, y acabe en brazos de alguien. Para ser sincera preferiría haber acabado en el suelo.

—Vaya, me ha caído un regalo del cielo.

Sonreí tratando de parecer despreocupada y agradecida.

— ¿Desde cuando caen chicas del cielo?—me preguntó el chico de pelo negro y ojos azules.
—Más bien de un árbol—dije con una mueca. El chico me soltó.
—A veces es bueno mantener los pies en el suelo.
—Sí, eso intentaba.

El chico sonrió.

—Pero no te hagas daño por querer tenerlo en él—le sonreí en señal de agradecimiento por su advertencia y él me devolvió la sonrisa—. Encantado de conocerte. Me llamo Anthony, ¿y tú eres?
—La que se cae de los árboles—bromeé.
—A parte.
—Lourdes.
—Encantado, Lourdes. ¿Qué haces en un lugar como este?
—Supongo que lo mismo que tú.
—Solo estudios ¿no?
—Exacto.
— ¿Y qué vienes a estudiar? ¿Árboles?
—Muy ingenioso, pero no.
—Vaya, mujer. Me parecías una chica interesante pero me acabas de decepcionar.
—Que lástima.
—Ni que lo digas.
—Oye, gracias por…salvarme. Me ha encantado haberte conocido pero me tengo que ir ya.
— ¿No vas a la fiesta?
—No, no me apetece.
—Es una pena. Las fiestas sin damiselas en apuros son mucho más aburridas.
—Seguro que encontraras alguna que esté a punto de caer sobre la mesa de los refrescos.
—Lo dudo.
—Hasta luego.
—Hasta otra.

Salí corriendo hacia mi cuarto y me encerré dentro. Me tumbé sobre la cama y me volví hacia la ventana para contemplar la noche hasta que me quedé dormida.



Al día siguiente, todo resultaba extrañamente favorecedor aunque a mi me hubiera gustado que todo me fuese mal para que así hubieran terminado por echarme. Tal vez el hecho de que mis padres fuesen importantes ayudará a que todo el mundo se comportase de forma amable conmigo a pesar de que era callada y a menudo algo borde. Miré la puerta de la clase, alta e imponente, la abrí y pasé al interior de la clase. Todos lo alumnos estaban ahí sentados, como estatuas de hormigón. Posiblemente la razón estaba en aquel señor con bigote ligeramente blanquizco, que escribía en la pizarra. Me apresuré a tomar asiento, me senté en la penúltima fila justo en la parte central. De pronto sentí que alguien pronunciaba mi nombre y miré a mi izquierda. Era el chico del árbol. Bueno, en realidad yo era la chica del árbol, mientras que él podría decirse que era el chico que salvó en su momento a la chica del árbol. Recordé por unos instantes aquel momento. Patético, pero realmente muy apropiado para ella. El chico llamó mi atención, me percaté en ese mismo instante de que la oscuridad de la noche había parecido, no restar pero si ocultar la belleza de aquel chico, y luego me sonrió. Le devolví sin poder evitarlo una sonrisa pero cuando volví la vista hacia la pizarra, me pregunté a mi misma si era imbécil, naturalmente era una pregunta retórica. O sea, que estaba tratando de ser borde con todo el mundo para tratar de caer más mal de lo que podía caer e iba yo y sonreía a ese chico enigmático de sonrisa pura y ojos azules. No debería volver a hacerlo.
El timbre sonó. La clase de Historia resultó ser más aburrida que todas las clases juntas que había impartido a lo largo de su vida de esa asignatura. Un verdadero aburrimiento. O tal vez fuese que estaba más ocupada pensando en otras cosas, como por ejemplo la manera de escapar de aquí. Recogí las cosas que había sobre mi pupitre y mientras me ocupaba de meterlas desordenadamente en la mochila negra, el chico se acercó. ¿Cómo dijo qué se llamaba? Anthus, Angel...Anthony. Eso, ese era el nombre.

— ¡Hey, Lourdes! ¿Qué tal?

Antes de que él dijese nada ya me había girado en redondo hacia él con la mochila sobre uno de los hombros.

—Perfecto. ¿Y tú?
—Bien, gracias—respondió con una sonrisa afable— ¿Has aprendido a volar ya?
—Por desgracia no, pero me vendría muy bien.
—No es imposible—dijo mostrando otra de sus sonrisas.
—Para mí creo que sí, mi destino creo que no es el de levitar, más bien es el de desafiar la gravedad.

El chico se rio.

—Sí, ya lo vi, ya. A cada uno le toca una cosa.
—Sí, volar ya sería mucho pedir—dije devolviéndole lo mejor que pude una sonrisa. Él la recibió encantado. No. Otra vez, no.
—Oye ¿te apetece venir esta noche a la playa?
— ¿Aquí hay playa? Me dejas sorprendida.
—Vaya, creía que lo sabías.
—Que va. Realmente no sé de este lugar mucho más de lo que veo.
—A muchos de los nuevos les pasa, mientras que otros vienen ya informados.
—Y por lo visto yo no formo parte del segundo grupo. La verdad es que no me interesa demasiado, al menos en un principio, no me gusta este lugar.
—Me imaginaba algo así. Los alumnos más nuevos por lo general no muestran ninguna especie de regocijo por estar en una escuela tan buena.
—Ya…
—Este es un buen lugar para comenzar de cero. Una nueva vida. O por otro lado para sacarle más provecho.
—Lo sé, pero ya me conformaba con todo lo que anteriormente formaba parte de mi vida. Este lugar me hace sentir extraña.
—Pues vaya, en realidad debería ser al revés. Aquí deberías sentirte bien, pero también reconozco que en muchas cosas eres diferente. Tal vez si te integrarás, descubrirías que no es tan malo.
—Sí, supongo, pero en realidad no sé si es lo que quiero.
—Eso lo debes descubrir por ti misma.
—Ya.

Anthony me sonrió. Y poco después se hizo en cierta manera el silencio, más tarde volvió en sí.

— ¿Hacéis muy a menudo excursiones nocturnas? Creía que no estaba permitido.
—Y no lo está, pero a veces nos dejan ir a la playa por la noche. Es divertido.
— ¿Y al bosque?
— ¿Al bosque? No, nunca.
— ¿Por qué?— Anthony de pronto parecía sentirse algo incomodo.
—No lo sé, tal vez sea peligroso. Es un bosque muy grande. No sería difícil perderse y no ser encontrado.
—Amm…Bueno…Gracias por la charla.
— ¿Vendrás?
—No creo.
—Vaya…
—Lo siento, mejor otro día, es que me gustaría descansar, todavía estoy algo agotada del viaje.
—Un viaje largo.
—Exacto, pero la próxima vez te prometo que iré.

Por enésima vez había conseguido encontrar justo el verbo menos indicado de mi espléndido vocabulario. Prometer. Yo te prometo. Anthony guardaría la promesa en su mente y no me dejaría en paz la próxima vez.

—Eso seguro.

Confirmado. Si no enfermaba milagrosamente, la próxima vez estaría en la playa repleta de gente que aunque no dijera cosas de ella en su cara, sería casi lo mismo.
Me deslicé hacia dentro de mi cuarto. Estaba oscuro en el interior y hacía algo de frío. La ventana estaba abierta de par en par y las cortinas se mecían suavemente. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Me acerqué a la ventana con la intención de cerrarla, fue entonces cuando al asomarme por ella reparé en lo bello y enigmático que resultaba ser aquel bosque. Las hojas de los altos y verdes árboles, semejantes al del jardín, se mecían aunque a diferencia de las cortinas se movían más violentamente. Aire. Oscuridad. Misterio. Me encantaría entrar en aquel bosque pero era casi seguro que me perdiese en él. Además si aquello estaba prohibido lo más seguro es que estuviera muy vigilado. Algo brilló a lo lejos dentro del bosque, como el campamento de turno que se pierde y hace señas para avisar a otros de cual es su posición, pero entonces lo pensé detenidamente, ¿quién iba a perder su tiempo de noche en un bosque? Aquí todos acataban las normas ¿o no? De repente el brillo desapareció. Cerré las puertas y corrí las cortinas, no sin antes echar un último vistazo.